miércoles, 30 de diciembre de 2009

UN PROFETA EN ALASKA

Me lo dijeron tres veces y terminé por no hacerles caso. Había conocido a varios profetas alrededor de mi pueblo, pero eso de que también los había en Alaska me sonaba tan raro que dije cuatro veces que no cuando me invitaron a visitarle. Luego me lo pidió mi mujer y fuimos.

      Todavía en Canadá, almorzamos tostadas de gamba, soufflé de almejas y ternera en salsa demiglás. Como bebida un Château Latour 1929. Para cenar: canapés de salmón, cordero asado y tarta de moras, con un Mouton Rothschild de 1961.

      Cuando, al día siguiente, mi mujer me despertó para seguir viaje hacia Alaska, le dije que no, que se fuera sola. Con las comidas del día anterior, era una tontería dejar aquel lugar. Pero mi mujer me lo pidió y fuimos.

      Cuando llegamos a Cicely yo ya tenía hambre. Los habitantes de Cicely comen, en general, todo lo que la naturaleza pone a su alcance: salmones y truchas, alces y caribús, gran variedad de aves, frutos y raíces del bosque, etc. En ese tiempo, incluso filetes de un mamut congelado, perfectamente conservado, encontrado en las cercanías de Cicely.

      Llegamos, por fin, al iglú del profeta. Nos dio a comer tocino de oso e hígado de foca crudo, mientras él  se zampaba el jabón de tocador que mi mujer llevaba en su maletín.

      A los dos días de comer exquisiteces como las anteriores, el profeta habló. Le profetizó a mi mujer que un oso blanco se la comería y su alma iría a disfrutar en el paraíso de los viejos muertos.  Tonterías pensamos y mi mujer me pidió que regresáramos cuanto antes a nuestro tranquilo y cálido hogar. Tomamos un pequeño avión con esquíes en lugar de ruedas. No supimos el porqué pero el avión tuvo que hielizar en un lugar inhóspito donde nos quedamos hasta que otro avión vino a rescatarnos. Y fue allí, en ese lugar inhóspito, donde un oso blanco se comió a mi mujer; se le ocurrió, seguramente por vergüenza, salir del avión y el oso se la comió.

      Ahora sí creo en los profetas de Alaska. Cada año regreso a Cicely, me como un filete de mamut y me bebo una botella de vino, como recuerdo de mi mujer y como agradecimiento por haberme llevado allí. Al profeta no voy a verlo; le reconozco su sabiduría ancestral, su fatalismo y su capacidad de adaptación a las costumbres de su raza, pero no voy a verlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 2 de diciembre de 2009

LAS CRISIS

Tuve que recordarle a Isidro que mi filósofo sabio había llegado de Samos, que era griego, que yo lo  había encontrado en una taberna y que  se había retirado a vivir en un lugar tranquilo cercano a la ciudad.           

      -¿Le preguntaste sobre la crisis? –interrumpió Isidro.

      Sí,  yo le había preguntado sobre la crisis mientras comíamos aceitunas negras y él me pasaba de vez en cuando su bota de vino casi rojo. Así quiso explicarme:

      -La palabra crisis viene del latín y antes del griego.

      -¿Los griegos conocían ya la crisis? – me preguntó Isidro.

      También se lo pregunté al de Samos y así me lo aclaró:

      -Los espartanos, los atenienses y antes los persas y también mucho antes Adán y Eva conocían el significado del término que en la lengua de Eva debía sonar tentador - tomó la penúltima aceituna del plato color azul mediterráneo- Ahora hablamos de crisis pudiendo significar varias cosas. La acepción que más me gusta es: “Juicio que se hace de una cosa después de haberla examinado cuidadosamente”. Se aparta un poco de la idea de escasez y carestía que le suelen dar los periódicos hoy en día, pero me resulta más satisfactoria, menos engañosa.

      Otra vez me interrumpió Isidro que me miraba con ojos extrañados.

      -¿Eso dicen los filósofos griegos? Nunca lo hubiera pensado.

      -Los filósofos griegos y todos los filósofos cabales piensan cosas que ninguno de nosotros piensa –le dije ya un poco molesto por sus interrupciones- Te diré, si me dejas, lo que yo fui capaz de entender del discurso de mi amigo, ¿me aguantas hasta que termine?

      Isidro fijó su vista en el techo y empezó a silbar. Entonces cometí un error imperdonable: lo empujé y él cayó de la silla hacia atrás manchando el piso de sangre, de la sangre que brotaba de la parte posterior de su cabeza.

      Isidro no se recuperó hasta la tarde del segundo día de hospital. Lo primero que preguntó, cuando pudo abrir los ojos, fue: “Ha pasado ya la crisis” ¿La crisis?, dije yo extrañado. Y el doctor quiso aclarármelo, Se refiere a si ya pasó lo peor, Usted qué opina, le pregunté. Aparte de quedar ciego de un ojo, pienso que en un par de semanas podrá caminar, un poco chuequito pero podrá. Es usted su hermano, me preguntó el médico, Sólo un amigo. Pues explíqueselo de forma suave para que no caiga en una crisis psicológica peor.

      Por fortuna Isidro, al cabo de un año, pudo ver y andar derecho. Como suele suceder, el médico de hospital público había errado su diagnóstico, probablemente porque no le dedicó ni suficiente tiempo ni demasiada atención, pero el caso es que Isidro se recuperó y yo pude superar la crisis existencial que experimenté durante todo aquel año.

      Han transcurrido cinco años y todavía no paro de reír cuando recuerdo  y visito a mi amigo el filósofo griego quien también se parte de la risa mientras seguimos comiendo aceitunas negras y tomando el vino casi rojo que a borbotones mana de la bota de cuero… Lo que provocan las crisis actuales…

      No paré de reír hasta que ya tarde llegué a mi casa medio borracho… una crisis de risa.